Donald Arthur Carson
Editorial Clie, 2013, 152 pp.
Seguramente, a muchos les parecerá muy fuerte el término falacias, si nos atenemos a la definición que da la RAE, pero los editores con buen criterio, lo han aclarado en la contraportada porque en el libro no tiene el mismo significado: “se entiende como un razonamiento malo que aparenta ser bueno y conduce a una conclusión falsa, sin que haya, forzosamente intencionalidad por parte del intérprete”. Por el prólogo de Rob Haskell, nos enteramos que de este libro ya circuló una edición en inglés en los años ochenta del siglo pasado y siguiendo por los prefacios sabemos que se trata de una segunda edición corregida y aumentada después de haber recibido el autor sugerencias de algunos lectores.
Esta pequeña obra debemos tomarla, no como la caza de errores en la forma de interpretar ciertos pasajes de la Escritura, sino como una herramienta apropiada para que la exégesis que hagamos del texto bíblico sea la correcta. Afortunadamente, en la actualidad disponemos de muchos recursos para poder interpretar la Palabra de Dios cometiendo los menos errores posibles, pero buena parte de los predicadores que explican el texto bíblico desde los púlpitos de nuestras congregaciones no se han tomado la molestia de descubrir si su mensaje es realmente lo que el texto dice sobre el que lo han basado o a ellos les parece que dice. Al empezar una predicación, ¿podemos decir como los profetas de antaño: “Así dice el Señor?”. Una ilustración derivada de una experiencia personal del autor nos ayudará a entender el propósito de este libro. Cuenta que un día viajando en compañía de otro hermano, este le contaba lo que el Señor le había “dicho” aquella mañana mientras leía un pasaje del primer Evangelio en la versión King James. Carson se dio cuenta que el hermano no había entendido el inglés arcaico y además, el versículo por el cual el Señor le había hablado estaba traducido incorrectamente del griego. Él, le sugirió que probablemente habría otra forma de entender aquel versículo y le explicó su significado, pero su acompañante menospreció su punto de vista porque el Espíritu Santo le había dicho la verdad a él. Entonces, le explicó los principios de interpretación de un texto, pero aquel lo rechazó todo porque las cosas espirituales deben ser discernidas espiritualmente. Entonces, Carson, le preguntó que diría si seguía con su interpretación diciendo que el Señor mismo se la había dado. Su interlocutor se quedó en silencio un buen rato y concluyó con esta frase: “Supongo que eso significaría que el Espíritu Santo dice que la Biblia significa cosas diferentes para distintas personas”.
El libro se compone de una introducción en que expone la importancia de este estudio, los peligros y los límites. El desarrollo se trata en cinco capítulos en que presenta las falacias en el estudio de las palabras; falacias gramaticales, falacias lógicas y falacias históricas.
Muchos predicadores se verán frustrados cuando para distinguir agapao de fileo, han recurrido a la etimología, porque dice Carson que en ningún caso se puede distinguir una clase especial de amor pues, aunque no son iguales coinciden sustancialmente en gran parte. Es cierto lo que dice, pero no se puede pasar por alto que en la escena a la que se refiere de Jn. 21:15-17, se produce una distinción entre ambos términos.
En otro orden de cosas, coincido plenamente con el autor y me sumo a su denuncia del uso de los anacronismos semánticos. Hay uno especialmente relevante que lo pone como ejemplo y que en más de una ocasión he tenido que aleccionar a algún predicador por haberlo usado. Se trata del término dynamis y que predicadores usan, como si hubieran hecho un gran descubrimiento, cuando exponen Ro. 1:16 y dicen que el evangelio es “dinamita” de Dios. Aunque dinamita procede de dynamis, sin embargo, en tiempos de Pablo no existía este explosivo y además, aunque hubiera existido la analogía es errónea, porque el evangelio no es destructor. Dice Carson que es “la falacia de la raíz mezclada con anacronismo”. Otra falacia, es asignar un significado a una palabra cuando esta ha sufrido cambios o desarrollos y ha quedado obsoleta, como por ejemplo martys (mártir) que ahora tiene otros sentidos y en el caso de Ap. 2:13, el significado es “testigo” y no “mártir”. Otra falacia es la apelación a significados desconocidos o improbables y pone como ejemplo, el que la cabeza de un río es la fuente y en base a eso interpretan que kefalé (cabeza) significa “fuente”, cuando en realidad implica autoridad.
En cuanto a las falacias gramaticales, hay que decir que el capítulo que lo trata es muy técnico y solo está al alcance de aquellos que han estudiado griego. Sobre las falacias de no reconocer distinciones, es decir, cuando hay ciertos aspectos parecidos, lo son todos, pone como ejemplo el comentario de un autor sobre el papel de la mujer en la Iglesia que a la luz del texto de Gálatas que dice que en Cristo no hay hombre ni mujer, pues son iguales, lo aplica a todas las situaciones sin guiarse por el contexto y lo rebate así: “Por supuesto, la Biblia enseña que en Cristo no hay hombre ni mujer (Gá. 3:28); pero ¿la Biblia quiere decir que los hombres y las mujeres son iguales en todos los aspectos? ¿Quién va a traer los hijos al mundo? ¿Acaso ahora me toca a mí? El contexto de Gá. 3:28 muestra que la preocupación en este pasaje es la justificación. Ante Dios, hombre y mujer son uno: ninguno disfruta de una ventaja especial, las ventajas se adquieren por gracia mediante la fe. Pero Pablo escribió otros pasajes (1 Co. 14:33b-36); (1 Ti. 2:11-15) que aparentemente parecen imponer algún tipo de distinción entre los papeles del hombre y de la mujer en la Iglesia. Incluso si alguien finalmente decide que esos pasajes no significan lo que parece significar, es metodológicamente ilícito decidir por adelantado que como el hombre y la mujer son iguales en ciertos aspectos, lo son en todos”. Además del fracaso a la hora de no reconocer distinciones, está un uso tan selectivo de la evidencia, que ha eliminado ilegítimamente otras pruebas.
Siguen muchos más análisis de todo tipo que no vamos a reseñar aquí porque el lector puede comprobarlos por sí mismo leyéndolos en esta pequeña obra, en cuanto a tamaño, pero muy grande por su contenido que merece un examen detenido para huir de interpretaciones falaces. Altamente recomendable para todos cuentos tenemos la responsabilidad de interpretar y enseñar las Sagradas Escrituras.
Pedro Puigvert