Cristo, el Dios visible

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Brian E. Daley.
Ediciones Sígueme, 2020, 381 pp.

Esta nueva obra de la colección Verdad e Imagen es la número 214 y como vemos por el título y subtítulo se trata un volumen de cristología,  sobre la fe de Calcedonia y la cristología patrística. Abarca la época en que hubo los mayores debates en torno a la persona del Señor Jesucristo, de donde surgieron las definiciones cristológicas sobre las que han girado las discusiones teológicas posteriores. Aunque se ha escrito mucho sobre esta doctrina, hemos llegado al siglo XXI con un déficit de conocimiento  cristológico en buena parte de los que nos llamamos cristianos, que se concreta en la predicación muchas veces defectuosa que incide en los creyentes. Por eso un libro que recoge el devenir histórico de la formulación de la cristología es siempre bienvenido. Según confiesa el autor, la elaboración de este libro ha durado más de diez años. Brian E. Daley, estudió lenguas clásicas, filosofía e historia antigua y se doctoró en teología en 1978 en Oxford.  Ha sido profesor de Teología en la Universidad norteamericana de Notre Dame. Pertenece a la Compañía de Jesús.

Este libro es fruto del trabajo de revisión y ampliación de las lecciones que impartió en la edición anual de las Martin D’Arcy Lectures en Oxford, patrocinadas por la comunidad jesuita de Campion Hall. A pesar de todo el proceso de revisión, es consciente de que “el trabajo no deja de ser una versión incompleta de la historia de la cristología antigua”. El libro está compuesto de nueve capítulos, en que el primero trata sobre la cristología de Calcedonia y sigue con las cristologías de los más conocidos padres de la Iglesia de los primeros siglos. Cierra con un epílogo de la cristología y los concilios.

La definición cristológica de Calcedonia es la que ha tenido un mayor consenso teológico desde que fue aprobada en el concilio celebrado  en esta localidad de Bitinia el 451 d.C. Ortodoxos, católicos y protestantes la aceptan por igual. En ella se declara que Jesucristo es perfecto en la divinidad y la humanidad. Una persona con dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. Calcedonia  denuncia los dos extremos erróneos: el nestorianismo y el monofisismo, condenando tanto la confusión de las dos naturalezas como la división de la persona de Cristo. Explica el autor que la definición de Calcedonia no fue aceptada por todas las iglesias en aquella época, tuvieron que transcurrir bastantes años hasta que hubo un acuerdo. Sin embargo, lo que le interesa a Daley es repensar Calcedonia. Dice: “la gran virtud de la definición de Calcedonia –su valor perenne para la teología y la Iglesia del presente- seguramente descansa en la amplitud y el equilibrio con que combina expresiones e ideas procedentes de tradiciones en competencia, revelándose el marco dentro del cual puede continuar desarrollándose una imagen teológica de Cristo fiel al relato bíblico y al credo de Nicea que lo sintetiza”. ¿Cuál es su posición? La expresa así. “Para otros, entre los que me incluyo, la fe cristiana descansa, en último término, en la afirmación de esta paradoja (se refiere a que Jesús es genuinamente el Hijo eterno de Dios, que vivió, murió y resucitó en la historia como un ser plenamente humano) como literalmente verdadera; como la verdad por sí misma, contribuye necesariamente a reconfigurar nuestra comprensión de Dios, de la realidad, de la historia y de la acción del hombre”.

En el siguiente capítulo expone la cristología del siglo segundo, en que toma el prólogo de la carta a los Hebreos como base del desarrollo cristológico de los siglos sucesivos. Empieza por las “odas de Salomón” un documento de himnos siríacos; sigue con las cartas de Ignacio de Antioquía, la “Ascensión de Isaías” un escrito cristiano primitivo, Melitón de Sardes y su obra sobre la Pascua; Justino mártir y sus obras. En el tercer capítulo continúa con autores de los siglos II y III, como Ireneo de Lyon y Orígenes que tuvieron que luchar contra el gnosticismo. En el cuarto capítulo pasamos al siglo IV en que la disputa principal es con el arrianismo; Marcelo de Ancira, que revivió la herejía antitrinitaria del sabelianismo del siglo II, según Eusebio de Cesarea, que simpatizaba con Arrio. Atanasio de Alejandría  fue un heredero de la tradición del platonismo. El capítulo quinto es una continuación de las controversias del siglo IV con Apolinar de Laodicea, del que decía Gregorio de Nisa que debería ganar el primer premio en cualquier concurso de herejes. La declaración dogmática de Calcedonia en el siglo siguiente, bien podría tener en mente tanto a Apolinar como a Eutiques y la herejía monofisita. Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa, en línea con Nicea, respondieron críticamente a la visión de Apolinar. El sexto capítulo está dedicado de Agustín de Hipona, teólogo del siglo V, que según el autor fue un erudito que destacó por su enseñanza de algunas doctrinas, pero no por su cristología que en sus escritos  entraña dificultades de comprensión.  Agustín entró en conflicto con el apolinarismo sobre la persona de Cristo y la segunda cuestión fue su relación con el monje Leporio que, según parece logró su retractación. Entre finales del siglo IV y principios del siglo V se dieron dos perspectivas focalizadas en las escuelas de Antioquía y Alejandría, sobre cristología y hermenéutica, tema que se trata en el capítulo VII. Con relación a la interpretación, la escuela de Antioquía rechazaba la alegorización del texto bíblico, mientras la de Alejandría seguía la tradición origenista y se inclinaba por la alegorización. En cristología la primera enseña que el Logos asume la totalidad de un ser humano, o sea enfatiza la humanidad de Cristo; la segunda simpatiza con el pensamiento de Apolinar de Laodicea. Se menciona el pensamiento de Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Nestorio de Constantinopla, Teodoreto de Ciro, todos ellos de la escuela antioqueña. En la  contraparte está Cirilo de Alejandría.  En el capítulo octavo se trata la cristología después de Calcedonia, en el siglo VI. Se menciona a Leoncio de Bizancio un monje asceta que sigue las enseñanzas calcedonenses; Máximo el Confesor sigue la comprensión calcedonense de Cristo, o sea la hipóstasis de sus dos naturalezas; Juan Damasceno  continúa en la misma línea. En el noveno y último capítulo se expone la controversia iconoclasta, sobre la veneración de las imágenes. Tuvo lugar en los siglos VIII y IX. A favor de la veneración de las imágenes tenemos a Eusebio de Cesarea, el segundo Concilio de Nicea, Nicéforo de Constantinopla y Teodoro Estudita.  En contra Epifanio de Salamina, Juan Damasceno, y Constantino V.

Termina el libro con un epílogo sobre la cristología y los concilios (los siete primeros llamados ecuménicos) en donde saca una serie de conclusiones a modo de resumen de la obra. Esta es un trabajo histórico-teológico de gran envergadura que recomendamos especialmente a los estudiantes en Facultades de Teología, Seminarios y Escuelas bíblicas.

Pedro Puigvert

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